Terapia psicodélica

 

Ni el Estatuto norteamericano de substancias controladas (1967), ni tampoco la “guerra contra las drogas”, iniciada en 1971 por Nixon, parecen haber sido los principales obstáculos para la investigación de los psicodélicos (DMT, Ayacuasca), empatógenos (MDMA, Éxtasis) u oneirofrenógenos (Psilocibina, “hongos”), tal y como se ha venido afirmando, puesto que, sin que haya variado mayoritariamente hasta ahora su estatus de “drogas ilegales”, se ha producido un auge en el estudio de éstas durante la última década. Una explicación plausible es incluir estas substancias en el modelo Blockbuster de negocios con que la industria farmacéutica está comprometida desde hace mucho.

Sabemos cuáles son los neurotransmisores y las áreas cerebrales sobre los que actúan, y ya se han realizado estudios randomizados que intentan elucidar si acaso tienen efecto terapéutico en ciertos desórdenes mentales y otros cuadros: depresión, trastorno de estrés postraumático, trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno de ansiedad generalizada, dolor, etc.

La ibogaína, por ejemplo, usada como coadyuvante psicoterapéutico ya en los sesenta por Claudio Naranjo -quien fuera un destacado e internacionalmente reconocido psiquiatra criollo-, ha sido estudiada como substancia facilitadora de la abstinencia de opioides. Opioides, por cierto, cuya fabricación, distribución y comercialización no está prohibida por el mentado estatuto en su Programa I, y de cuya epidemia en Estados Unidos, se culpa a los pobres médicos.

En una editorial de JAMA (agosto de 2023), prestigiosa revista de la Asociación americana de Medicina, se afirma que el approach psicodélico es totalmente distinto del que busca eliminar los síntomas depresivos fijando los mecanismos fisiopatológicos subyacentes o la desregulación biológica como blancos terapéuticos, puesto que apunta a que las causas, no los síntomas, sean las eliminadas. Quizás, el relato de muchos de quienes han usado este tipo de substancias y de los terapeutas que los han acompañado en tales “viajes”, y que hace referencia a cierta actitud reflexiva y de disposición al cambio que han experimentado, darían algún sentido a un aserto así de infundado, puesto que aún permanecemos ignorantes de las causas que desencadenarían los desórdenes mentales.

Rematan las autoras afirmando que los medicamentos psicotrópicos requieren uso crónico, pueden ser difíciles de discontinuar y causan efectos adversos múltiples. Además, continúan, los síntomas pueden reaparecer una vez que la medicación es interrumpida. Serían estas desventajas, como aparentemente sugieren, las que justificarían seguir investigando sobre los supuestos beneficios comparativos de los psicodélicos, para los que, en realidad, todavía no existe evidencia incontestable.

Dicha editorial, que probablemente fue redactada por un escritor fantasma, práctica habitual de las compañías farmacéuticas, podría ser parte de una estrategia que apunte a preparar el mercado para la introducción de estos, pero no para todos, novedosos productos.

Los que han buscado una experiencia mística o sanadora en los enteógenos, convirtiendo sin querer las prácticas ancestrales en un lucrativo negocio turístico, podrían en un futuro no tan lejano adquirir en forma de píldoras las substancias mediante las cuales “se manifiesta el alma” (la verdad es que ya se dispone de psilocibina en microdosis).

El alma se manifiesta en la forma en que caminamos, en los intereses que cultivamos, en la forma en que nos expresamos y, también, cuando enloquecemos. Y todo acto humano está mediado neurobiológicamente, por neurotransmisores que activan o inhiben vías neurales. Los alucinógenos actúan sobre un receptor serotoninérgico específico asociado a la aparición de alteraciones perceptuales e ideas delirantes, provocarían, por tanto, un estado alterado de conciencia en que no sería más probable que se revelara algún tipo de espíritu en comparación con lo que a muchos pacientes que experimentaron alguna vez un episodio psicótico ha acontecido.

Si para los médicos resulta muy difícil identificar y valorar una investigación como genuinamente científica, entre las innumerables con las que se nos pretende manipular con el afán de convertirnos en agentes de ventas de las corporaciones farmacéuticas, que son las que en la actualidad tienen el control de lo que se conoce y difunde, imaginen para quienes no tienen formación en el área.

Concluiré este breve artículo con las palabras de un economista británico que cita el médico canadiense Joel Lexchin, quien es un estudioso de los avatares de la industria farmacéutica. Aunque su razonamiento sea de una obviedad absoluta, puesto que sólo hace referencia a la forma en que manifiestamente funciona el mundo de los negocios, vale la pena verlo por escrito, pues no informa de otra cosa más que de hechos indesmentibles:

“La teoría económica predice que las firmas invertirán en corromper la base de evidencias siempre y cuando los beneficios excedan a sus costos. Corrupción que se ampliará cuando a los reguladores les sea más difícil su detección. La inversión de la industria farmacéutica en promover sesgos en la base de evidencias, tanto clínicos como económicos, cubrirá todos los aspectos del proceso de evaluación. Tal inversión es probable que se haga extensiva tanto a discursos científicos como a políticos, haciendo su detección difícil y cara”.

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