¡A desvincularnos!
Resulta más o menos intuitivo suponer que la forma en que
pensamos, sentimos y actuamos en la adultez tiene su raíz en nuestras
experiencias de infancia y adolescencia. Pero es a Freud a quien debemos la
creencia universalmente sostenida de que los desórdenes mentales se originan en
las etapas tempranas de nuestro desarrollo, cuando se instalan los desperfectos
que impedirán en el futuro salvar ilesos de las dificultades que opone la vida.
Aunque ya nadie atribuiría valor genético alguno a las fantasías incestuosas
experimentadas durante la niñez.
La teoría del apego de John Bowlby sigue representando,
después de medio siglo de haber sido formulada, la misma majadería. Que los
niños puedan, según dicha mirada, explorar lejos de su madre u otra figura
sustituta, con la confianza de que contarán con ella en caso de sufrir alguna
aflicción -lo que es denominado patrón vincular de base segura-, garantizará que
sean adultos “resilientes”, es decir, no vulnerables a padecer patologías
psiquiátricas.
Claro que como padres tenemos la obligación de estar disponibles
para nuestros hijos en caso de que no se sientan bien o se sientan alarmados,
angustiados o cansados. No tenemos que conocer de ninguna teoría psicológica
del desarrollo para asumir esa ineludible responsabilidad. Cualquiera, con dos
dedos de frente y con el corazón bien puesto, anticipará que una respuesta no
apropiada de nuestra parte se traducirá en un estrés para ellos. Angustia que a
toda costa intentaremos evitar, aunque, probablemente, no atinemos en
muchísimas ocasiones. Lo que se traducirá en infelicidad más o menos pasajera,
y quizás en la futura instalación de algún rasgo débil de personalidad; pero,
para atribuírsenos responsabilidad en la aparición de un cuadro psiquiátrico en
nuestros hijos, nuestro comportamiento debería ser criminal (negligencia,
maltrato, abuso, etc.)
Sólo madres con personalidades patológicas graves o con
cuadros psiquiátricos severos y prolongados pueden fallar sistemáticamente en
responder a requerimientos tan básicos de sus hijos pequeños. La presencia de
figuras sustitutivas de apego, sin embargo, que compensen los déficits de los
primeros, podría ser suficiente para reparar el vínculo dañado. Incluso, el
mismo Bowlby reconocía en sus últimos escritos la plasticidad de los patrones
de apego.
Veamos cuáles son las dos formas de apego inseguro que se
reconocen. Como siempre, son categorías cuyos deslindes son difíciles de
determinar, y cuya caracterización está basada en los comportamientos y
actitudes del niño, que, obviamente, nunca pueden atribuirse exclusivamente al
modo en que interactúa con su figura de apego. Modo que, en general, sólo puede
ser inferido, no confirmado, sobre todo cuando se trata de niños menores de cinco
años.
La primera de estas formas es la de apego ansioso resistente,
la que ha sido caracterizada por la incertidumbre sentida por el niño pequeño de
que su madre (o equivalente) se encuentre disponible para darle apoyo, afecto o
seguridad. Éste es un patrón que se hallaría promovido por madres que están
disponibles y son apoyadoras, pero de modo inconsistente. Las amenazas de
abandono como medio de control también tenderían a alimentar este estilo de
apego (en qué calidad y en qué frecuencia, y por cuáles mecanismos
neutralizadores, nadie lo precisa). Pese a la disponibilidad incierta de la
madre, el niño no renuncia a demandar de ella la atención que le urge.
El apego ansioso evitativo es otro de los patrones descrito
por Bowlby, y es caracterizado por la negación del niño a demandar cuidado de
la madre al dar por descontado su rechazo. Tales individuos viven sin la
expectativa de ser queridos o apoyados. Esta forma vincular conduciría a distintos
desórdenes de personalidad, desde individuos compulsivamente autosuficientes como
a quienes se convierten en delincuentes.
Poco crédito se puede dar a argumentos como el siguiente,
con el que se pretende demostrar la validez de la teoría del apego: niños descritos
como difíciles en sus primeros días de nacidos se transforman en preescolares felices
y fáciles gracias a madres sensibles; mientras que recién nacidos tranquilos se
vuelven ansiosos y temperamentales al estar al cuidado de madres insensibles y
que tienden a rechazarlos. La verdad, sin embargo, es que madres sensibles y
disponibles puede que no garanticen felicidad ni salud emocional a sus
pequeños, aun cuando sean “fáciles”; como tampoco podemos prescindir del hecho
que muchos niños “difíciles” terminan siendo felices y equilibrados, sin que los
padres hayan “corregido” su naturaleza, y quizás nunca debieron habérselo propuesto.
Las diferencias heredadas entre individuos- señala Bowlby-
en su capacidad de manejar distintos peligros ambientales, como evidentemente
lo es el inadecuado trato de los padres, también influyen en la vulnerabilidad
de adquirir patologías mentales futuras. Y -advierte- que existan afortunadas
excepciones, es decir, que los individuos puedan sortear con éxito los peligros
que se afrontan pese a sus serios hándicaps, mediando, por supuesto, un gran
costo emocional, no deberían cegarnos. Para usar, ahora, la analogía del
tabaquismo: “no se sigue del hecho de que algunos fumadores sobrevivan, que sea
deseable promover el uso de cigarrillos”.
¿Qué se colige de lo anterior? Es impostergable educar a las
madres en apego seguro, ojalá antes de convertirse en una, para impedir que incremente
el universo de madres insensibles, que sean las responsables de la aparición
futura de patologías mentales en sus hijos.
En esta línea, vale la pena recordar que en los noventa se
implementó en el Hospital Barros Luco de Santiago un programa innovador, consistente
en que las mujeres que recién daban a luz pudieran acoger en su pecho al recién
nacido. Quienes promovían esta revolucionara medida lo hacían aduciendo que en
ese momento crítico se daba fundamento a un vínculo sano y protector, o sea, que
se protegería con ella a todos los niños de este país para que no sufrieran
desórdenes mentales cuando crecieran.
No sé, la verdad, si habiendo pasado más de tres décadas
desde su universalización, dicha medida se ha traducido en el resultado
esperado, pero permítaseme dudar de que así haya sido. De seguro, sus
defensores argumentarán que el estrés que impone nuestro actual modo de vida ha
atentado contra ello, pero no renunciarán a afirmar que, si los niños nacidos a
partir de entonces no hubiesen experimentado dicho crucial contacto con sus
respectivas madres, las enfermedades mentales los habrían afectado de modo más
frecuente e intenso.
Obviamente, tener la alegría de acariciar a un hijo apenas
nace debería ser un derecho inalienable, pero no por las razones que los “apeguistas”
defienden.
Se reconoce en la actualidad que el apego inseguro se presentaría
con más probabilidad en niños con desorden de déficit atencional e
hiperactividad, especulándose que sería así puesto que dichos pequeños tendrían
más dificultades para aprender de las interacciones con los padres. Y que los niveles
más altos de cortisol que evidencian ante el estrés determinarían que a los
padres de estos niños les resultaría mucho más difícil proveer un apoyo eficaz durante
los episodios de angustia que aquéllos sufren. Lo más probable, a mi juicio, es
que un porcentaje importante de los padres de niños con un tal temperamento no
tienen los recursos para atender a las necesidades de crianza de niños que
exigen un poco más de tiempo, energía y paciencia, aparte de inteligencia y
sensibilidad.
Algunos niños -han observado los más jóvenes de los
estudiosos del vínculo- perciben distorsionadamente que sus padres responden
insensiblemente a su angustia. Estas malas interpretaciones activan recuerdos
de eventos en que se sintieron rechazados o en que no recibieron apoyo. Esto
lleva a un sesgo que les hace percibir su ambiente de apego como más rechazante,
activándose emociones negativas contra las cuales tratarán de protegerse, desencadenando estrategias comportamentales que hacen sentir al padre como incompetente y
no querido por su hijo. Los padres terminan usando sus estrategias
autodefensivas para detener las conductas de sus hijos. Estrategias basadas en la
manera que tienen de afrontar sus propios miedos al rechazo y a la falta de
apoyo que ahora siente como padres, y se orientan en el sentido de detener el
dolor que el comportamiento de sus hijos le causan, ignorando así necesidades
de apego y los temores de sus hijos. Lo que una vez fue una buena forma de
afrontar, cuando los padres eran niños, ahora interfiere con su deseo de ser
buenos padres. Lo que activa el ciclo inseguro de nuevo en el niño y puede que
lo lleve a comportarse patológicamente.
Tamaña complejidad y cúmulo de contingencias, tan acabadamente
descrita, sólo demuestra que es difícil, sino inconducente, hablar de un
sistema cibernético de apego -tal como lo postulaba Bowlby-, de una especie de
entidad sobre la que podamos incidir profiláctica y curativamente en psiquiatría.
Invito a las madres inundadas por la aprensión de no ofrecer
a sus niños un apego de calidad que aborden su propia ansiedad patológica, pues
es un factor identificable y corregible, que no sólo las hará más eficaces en
la crianza permitiéndoles estar más disponibles afectivamente, sino que su
eliminación garantizará que puedan disfrutar plenamente del desarrollo de sus
hijos, sin estar suponiendo que en cualquier momento les fallan de un modo
irreparable.
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