Depresión y sus causas I


A muchos de los pacientes que padecen un episodio depresivo les inquieta no tener una razón para sentirse así de desanimados. En no pocos casos, ellos mismos suponen que se trata de una especie de castigo; otros lo atribuyen a su propia debilidad (explicación reforzada, lamentablemente, por expresiones de sus cercanos), a un defecto de su naturaleza o a una limitación de su inteligencia, que no les permiten afrontar las dificultades que opone la cotidianidad.

Si bien mi respuesta habitual es que, en realidad, las causas se desconocen, y que pese a contar sólo con hipótesis, la respuesta exitosa al tratamiento es altamente probable, quisiera aprovechar esta plataforma para ofrecer una contestación algo más contundente.

Que no tengamos claro qué lleva a que las personas se depriman, no es consecuencia de la escasez de investigaciones que apunten a su dilucidación. Por el contrario, se ha especulado y estudiado experimentalmente en abundancia, desde el psicoanálisis, el análisis conductual, el modelo cognitivo, el modelo interpersonal, la psicología evolucionista, etc. Resumiré brevemente, pero en distintos posts, algunas de las explicaciones que se esgrimen y cómo los distintos tratamientos se diseñan y justifican en función de tales marcos teóricos.

Comencemos con una síntesis de la exposición psicoanalítica, en las propias palabras de su progenitor, formulada hace ya más de un siglo en Duelo y Melancolía, y cuyos fundamentos predominaron incontestablemente por cincuenta años en la psiquiatría occidental.

Freud comprendía la depresión como un proceso similar al propio del duelo. Entendiendo éste como la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente (patria, libertad, un ideal, etc.), que implica un doloroso estado de ánimo, la cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de elegir un nuevo objeto amoroso y el apartamiento de toda función no relacionada con la memoria del ser querido. Proceso éste que se resuelve gracias a la labor del duelo, en que el examen de la realidad termina por hacer patente que el objeto amado ya no existe, demandando, no sin resistencia, que la libido abandone todas sus relaciones con él mismo.

A diferencia del duelo, la depresión sería consecuencia de una pérdida de carácter más bien ideal:

1.         1. Cuando el objeto no ha muerto, pero se ha perdido como objeto erótico (“el caso de la novia abandonada”).

             2. Cuando no se distingue claramente lo que el sujeto ha perdido y tampoco a éste le es posible concebirlo conscientemente.

3.         3. Cuando la pérdida es conocida por quien está deprimido, pero no lo que con tal objeto ha perdido.

Otra diferencia relevante entre ambos procesos es la extraordinaria disminución del amor propio observada en la depresión. El paciente deprimido describe su Yo como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno, y moralmente condenable. Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo. Se humilla ante todos los demás y compadece a los suyos, por hallarse ligados a una persona tan indigna.

Sus reproches corresponden en realidad a un objeto erótico, pero han sido redirigidas contra el propio Yo.  La mujer que compadece a su marido por hallarse ligado a un ser tan inútil como ella, reprocha, en realidad, al marido, su inutilidad, cualquiera que sea el sentido que dé a esta palabra.

Por la influencia de una ofensa real o de un desengaño, inferido por la persona amada, surge una conmoción, cuyo resultado no es el normal, o sea, la sustracción de la libido de este objeto y su desplazamiento hacia uno nuevo, sino otro muy distinto. La libido liberada del objeto no es desplazada sobre otro, sino retraída al Yo. La sombra del objeto cae así sobre el Yo, que a partir de este momento puede ser considerado como el objeto abandonado. De este modo, se transforma la pérdida del objeto en una pérdida del Yo, y el conflicto entre el Yo y la persona amada, en una discordia entre la crítica del Yo (“conciencia moral”, más adelante, superego o superyó) y el Yo modificado por la identificación.

Cuando el amor al objeto, amor que ha de ser conservado no obstante el abandono del objeto, llega a refugiarse en la identificación narcisista, recae el odio sobre este objeto sustitutivo, calumniándolo, humillándolo, haciéndole sufrir y encontrando en este sufrimiento una satisfacción sádica. Como también suele el sujeto enfermo vengarse de los objetos primitivos y atormentar a los que ama por medio del desorden anímico, en el que se ha refugiado, para no tener que mostrarles su hostilidad

Una vez que la representación inconsciente del objeto, cuya importancia ha sido intensificada por mil conexiones distintas, es abandonada por la libido, se tiende a la resolución de la depresión, pero, así como ocurre en la labor del duelo, de modo lento y paulatino.

Resolución ante la que el paciente muestra mayor resistencia cuando la fuente principal del placer, que son los instintos activos, se halla obstruida. La adopción de una actitud pasiva por parte del paciente lo llevará a obtener placer de su sufrimiento y de pensar continuamente en sí mismo. Esto justificó que Karl Abraham, “el mejor alumno de Freud”, afirmara que la más profunda postración melancólica contiene una secreta fuente de placer.

Con la ayuda de la interpretación psicoanalítica de ciertos hechos y relaciones, señalaba Abraham, se puede obtener un rapport (conexión psíquica), mientras, por el contrario, la inhibición propia del estado depresivo, las tendencias masoquistas del paciente, su ensimismamiento y su apartamiento del mundo obstaculizan la transferencia en el proceso terapéutico.

Aun cuando mucha tinta se ha vertido sobre aquello que propiciaría el cambio terapéutico (catarsis mediante hipnosis, asociación libre, experiencia emocional correctiva, etc.), es precisamente la llamada neurosis de transferencia a la que se orienta el enfoque actual de las intervenciones psicoanalíticas de más largo aliento. La limitación en la expresión de la transferencia que el estado depresivo establece es, quizás, una de las razones para que la psicoterapia de esta línea haya perdido vigencia como estrategia de tratamiento en los cuadros anímicos. La principal, sin embargo, es la contundente evidencia de la eficacia de las terapias cognitivo-conductual e interpersonal en el tratamiento de los pacientes sufren episodios depresivos.

Tuvieron que pasar cincuenta años para que esta teoría de la “hostilidad invertida” fuera puesta en entredicho. Aaron Beck, a fines de los sesenta, observó que los sueños de los pacientes deprimidos contenían menos hostilidad que los de pacientes que no estaban deprimidos; predominando en sus sueños, más bien, temas de pérdida, derrota, rechazo y abandono.  Temas negativos que el padre de la terapia cognitivo-conductual descartó que correspondieran a la necesidad de los pacientes deprimidos de ser castigados. Puesto que, cuando fueron animados a expresar hostilidad, se mostraron progresivamente menos depresivos. Además, en experimentos posteriores, reaccionaron positivamente a experiencias exitosas y al refuerzo positivo, mientras la hipótesis freudiana, a juicio de Beck, predecía lo opuesto.

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