Depresión y sus causas III (último post sobre el tema)
Después de haber revisado algo de la prehistoria de la psiquiatría,
intentaré en esta publicación resumir algunas de las más actuales teorías sobre
las causas de la depresión, todas las cuales, debo señalarlo, no permiten una
compresión ni siquiera aproximada de los factores que intervienen en el origen
de este cuadro anímico, como menos aún de la interacción entre los mismos.
La OMS, no obstante, se permite afirmar en su página web que
la depresión es prevenible mediante, por ejemplo, programas escolares de
estimulación de patrones “positivos” de afrontamiento en niños y adolescentes,
así como mediante intervenciones para padres de niños con problemas
comportamentales, y, también, a través del fomento de programas de ejercicio
dirigidos a personas de la tercera edad. En otras palabras, se afirmaría con
ello que las personas se deprimen porque no aprendieron a afrontar las dificultades
de la vida; o bien porque los padres han sido superados por sus hijos difíciles,
y éstos son propensos a deprimirse porque sus padres no se las pudieron con
ellos (a este propósito vale recordar la penosa teoría de los años cincuenta
del siglo pasado con la que se culpaba a las madres del desencadenamiento de la
esquizofrenia en sus hijos); o bien porque los abuelos no hacen suficiente
ejercicio.
Invirtamos, entonces, más dinero y contratemos a más
profesionales ingenuos, y a otros que quizás no lo sean tanto, para que con la
implementación de programas similares menos seres humanos sufran.
Veamos ahora algunas de las explicaciones ofrecidas en el
nuevo milenio.
Así como la ansiedad nos mantiene a salvo del peligro
acechante, y como el dolor impide que los tejidos sufran mayor perjuicio, la
depresión – afirman los “evolucionistas”-, en tanto adaptación evolutiva que sirvió
para fines funcionales a nuestros ancestros, podría facilitar el apego, la retirada de
circunstancias poco propicias, la desvinculación de metas inalcanzables, la
estimulación del apoyo de los pares, el resguardo ante ataques motivados por la
pérdida de estatus, la reducción del riesgo de exclusión social y la desactivación
o regulación a la baja del afecto positivo
en respuesta a la amenaza social.
Y como para la medicina evolucionista es un principio básico
que cualquier alteración de una adaptación evolutiva terminará por degradar la
calidad del funcionamiento biológico, entonces cae de cajón, para estos
señores, que tratar con fármacos los episodios depresivos puede atentar contra el
tan determinante papel que juegan. Lo deseable sería, entonces, dejar a la
melancolía hacer lo suyo.
La depresión habría evolucionado en nuestro pasado ancestral
(y nótese que no hablamos de evolución de formas de vida anteriores a las del
Homo sapiens sapiens, sino a la evolución dentro de nuestra elevada ¿subespecie?)
para facilitar la rumiación analítica. (En el contexto de la depresión, rumiación
se refiere al pensamiento recurrente y persistente sobre el episodio depresivo
y sus circunstancias.) Hasta ahora considerada un síntoma improductivo, que
interferiría con la resolución de problemas y que incluso podría empeorar el
curso del episodio, facilitaría, más bien, pensar detenidamente en los
problemas que provocaron en primer término el episodio depresivo. Problemas que
la mayor parte de las veces ni siquiera precedieron a uno y que mucho menos lo
desencadenaron.
La transmisión elevada de serotonina hacia la amígdala, el
hipocampo y la corteza prefrontal lateral incrementaría -sostiene la escuela investigativa
de la que venimos hablando- la probabilidad de que el individuo dirija la
atención a la fuente de la tensión de una manera en que se ocupe la limitada
memoria de trabajo con que cuenta el individuo deprimido y que sea resistente a
la distracción.
Cuando se enfrenta a una infección, la energía es dirigida
al sistema inmune, y cuando se enfrenta a la inanición, la energía es dirigida
hacia el mantenimiento de los órganos vitales. En la melancolía -afirman los
evolucionistas-, existe un sentimiento de malestar general y las actividades
apetitivas son suprimidas (anhedonia), permitiéndose así el incremento de la
rumiación. Rumiación que, y los pacientes que se han recuperado de un episodio
depresivo lo tienen muy claro, fue más bien fuente de tortura y poco les ayudó
a resolver los problemas que enfrentaban. Mientras que, si hubiesen podido abordarlos
estando plenamente sanos, por el contrario, los habrían resuelto más
determinada y eficazmente.
Distinto es reconocer que la tristeza o el desánimo, que son
respuesta natural a las pérdidas de cualquier tipo, a las aspiraciones no
alcanzadas o ante el dolor ajeno, pueden dar pie a un estado reflexivo en que,
retrayéndonos de lo cotidiano, nos permita explorar qué pudimos o pudiéremos
hacer diferente, facilitando con ello, por tanto, el aprendizaje y una más
acertada evaluación de las experiencias vividas.
Hay pocas cosas más penosas que ver cómo una pseudociencia pretende
pasar por lo que no es ni tampoco será.
Ya mencioné algo de la neurobiología involucrada en la
depresión, detenerme en ello resultaría muy difícil de seguir para cualquier lector
que no tenga conocimientos específicos, por lo que intentaré en pocos párrafos
señalar lo que podría dar alguna luz a los curiosos no versados en tales
materias.
La hipótesis más difundida en el último tiempo establece que
la depresión, así como otros desórdenes mentales, sería consecuencia de una
interacción entre la dotación genética y el medio ambiente. Incluso se afirma
que un tercio del riesgo de desarrollar depresión sería heredado y dos tercios
serían de orden ambiental.
Aquellos individuos, por ejemplo, que heredan un alelo (una
de las dos versiones de un mismo gen) determinado que tiene que ver con la zona
promotora del gen a partir de la cual se activa la síntesis de una proteína
transportadora de serotonina, que es crítica para la disponibilidad de este
neurotransmisor a nivel de sistema nervioso central, tienden a ser más susceptibles
a hacer depresiones después de haber sufrido estrés, tales como abuso o falta
de cuidado, en etapas vitales tempranas, es decir, durante periodos vulnerables
del desarrollo neurobiológico.
Otra evidencia que da sentido a la hipótesis de la
interacción” es que las alteraciones en el eje Hipotalámico-hipofisiario-suprarrenal
observadas en pacientes deprimidos resultarían de la hipersecreción del Factor
de liberación de Corticotropina (elevadas concentraciones en LCR), que lleva a
su vez a un estado elevada actividad del cortisol corporal.
La amígdala, la cual contiene un número significativo de
receptores para dicho factor u hormona, juega un rol crucial en la
consolidación de los recuerdos de experiencias cargadas emocionalmente. Ciertos
hallazgos sugieren que los recuerdos negativos, y que tienden a ser rumiados
por los pacientes, juegan algún papel en el desarrollo de la depresión en
algunos de ellos. Se ha hipotetizado que aquellos individuos que tienen dos
copias de un haplotipo (grupo de alelos que por proximidad física se heredan
juntos) protector del gen para uno de esos receptores pueden terminar teniendo
una activación alterada de los procesos de consolidación de recuerdos relacionados
con miedo, lo que resulta en un procesamiento muy poco emocional de los
recuerdos de experiencias adversas durante la niñez. Esta activación aplanada puede
“proteger” a estos individuos de la depresión en años posteriores.
La relevancia de que haya individuos que porten alelos de
riesgo es que exhiben síntomas depresivos clínicamente significativos ante
menores niveles de severidad del abuso sufrido durante la niñez en comparación
con quienes no los portan o con quienes sólo portan uno de ellos. Sin embargo, niveles
suficientemente severos de abuso en la niñez parecen sobrepasar cualquier
magnitud de “protección” genética. Los pacientes con depresión que cuentan con
historia de trauma en la infancia tienen (a) más bajas tasas de remisión y
recuperación, (b) episodios más prolongados, (c) más curso crónico, y (d) inicios
más precoces de síntomas depresivos.
Pese, no obstante, a que un 20 a 25% de las mujeres sufrieron
abuso en la infancia, y que tienen cuatro veces más riesgo de padecer
depresión, alrededor de un 50% de los niños con historias documentada de abuso
o descuido no satisfarán criterios para un desorden psiquiátrico en la adultez.
Existen, por tanto, factores “protectores” de los que no tenemos aún noticias.
Mantenerse en el espíritu de la ciencia significa valorar
los enormes progresos ofrecidos por la investigación, aunque estén lejos de ser
definitivos, y nunca aventurarse a insistir en medidas preventivas no
suficientemente fundadas.
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