¿Conciencia plena?

 

Grandes compañías vienen entrenando a sus empleados en mindfulness desde hace varios años, justificando dicha práctica en que podría beneficiar al capital humano, mejorando el rendimiento laboral y, con éste, la productividad de la empresa. De muchas maneras, se argumenta, el mindfulness garantizaría el aumento de este factor: facilitando la concentración, ayudando con la gestión del estrés, favoreciendo la comunicación y la empatía, y dando fluidez a la creatividad y la innovación. La enumeración de ventajas no acaba ahí, pero nos permite entender el valor que las más grandes corporaciones dan a la implementación de esta estrategia.

Cae de cajón, tal y como es subrayado muy pertinentemente en un documento de nuestro Instituto de Salud pública (2018), que el mindfulness “no reduce la carga laboral, pero ayuda a canalizar y gestionar nuestra atención y nos permite responder de forma más funcional, despierta y adaptada a la situación”.

A la psiquiatría, por supuesto, le importa bien poco qué tipo de medidas ejecutan las empresas con afán de mejorar sus números. Sólo podría llegar a ser foco de atención, desde un punto de vista salubrista, que el entrenamiento en habilidades de mindfulness pudiere acarrear complicaciones en la salud mental de los sujetos expuestos, como así, efectivamente, algunos reportes confirman: hasta un 25% de quienes se han expuesto a los entrenamientos más intensos presentarían después síntomas ansiosos y disociativos.

Cada cual, por una parte, tiene derecho a elegir las formas en que busca su felicidad. Y la psiquiatría tampoco tiene mucho que opinar al respecto, menos cuando el mindfulness se ha vuelto un negocio dentro de la industria del bienestar. Economía que hoy se cifra, a nivel mundial, en unos seis trillones de dólares, mientras el sector correspondiente a salud mental se acerca a los doscientos billones, que es el equivalente a dos tercios de nuestro PGB.

Es muy distinto, por otra parte, que se implementen programas educativos entre adolescentes, como ya se ha hecho en Reino Unido, orientados al desarrollo de habilidades de autorregulación atencional y social-emocional-comportamental con el fin de promover la salud mental y el bienestar futuro de esos jóvenes. ¿Qué puede justificar llevar adelante iniciativas de esta índole en miles de niños de 11 a 16 años, sin tener claro sus beneficios o eventuales consecuencias perjudiciales? La psiquiatría, en su vertiente salubrista y ética, aquí sí debiera tener mucho que decir, sobre todo cuando se toma en consideración la comprobación de que el programa a que nos referimos no demostró repercusión positiva en relación con los que se mantuvieron en el régimen habitual de enseñanza, en cuanto a salud mental y bienestar en los jóvenes sometidos a él.

El ineludible interés de la psiquiatría clínica en el mindfulness tiene que ver con su eficacia como componente técnico, más o menos predominante, en distintos modelos terapéuticos. Por ejemplo: manejo basado en mindfulness en reducción de estrés para dolor crónico; prevención de recaídas en terapia cognitivo conductual de depresión; terapia dialéctico-conductual en desorden de personalidad borderline; terapia de aceptación y compromiso, etc.

Estos modelos utilizan el mindfulness en función de la conceptualización teórica de los distintos desórdenes mentales que buscan corregir y de cómo se entiende el cambio terapéutico mediado por dicha estrategia. Podrá haberse reunido más o menos evidencia que corrobore su eficacia, pero no se asume un poder curativo por su sola administración. Claramente, ningún investigador de peso busca acreditar su cartel de panacea universal.

El mindfulness sería una respuesta entrenada a los procesos mentales que contribuyen a la angustia y al comportamiento desadaptativo. No es considerado una técnica de relajación ni de manejo del ánimo, sino más bien de reducción de la vulnerabilidad cognitiva a activar modos que tiene la psique de hacer que la angustia y el estrés escalen o que se perpetúe la psicopatología. En estado de “conciencia o atención plena”, que es como habitualmente se traduce mindfulness, los pensamientos y sentimientos son apreciados en tanto eventos, sin sobreidentificarse con ellos y sin reaccionar a ellos de acuerdo con el patrón automático habitual. Se piensa que este estado desapasionado de autoobservación introduciría un espacio entre percepción y repuesta propias. Lo que permitiría responder más reflexivamente a situaciones que de otro modo llevarían a reacciones desadaptativas (S Bishop, 2004). No se busca, por tanto, suprimir los pensamientos o distraerse de ellos, sino que éstos son considerados objetos de observación.

De lo que se trata, entonces, es de reducir el uso de estrategias cognitivas y conductuales con las que se tiende a evitar ciertos aspectos de la experiencia emocional. Para adoptar, por el contrario, una actitud de aceptación hacia los pensamientos y sentimientos dolorosos o displacenteros que favorecería el cambio del contexto psicológico en el cual dichos objetos son ahora experimentados. Se proveen así oportunidades de tomar conciencia de la naturaleza de los pensamientos y sentimientos como eventos que pasan por nuestra mente, que fluyen, en vez de considerarlos aspectos inherentes a nuestro yo o como fieles reflejos de la realidad.

Sin habernos detenido en las aplicaciones terapéuticas concretas y su fundamento, espero haber ofrecido antecedentes que les permitan valorar cuándo una determinada técnica psicoterapéutica debe ser considerada en el tratamiento psiquiátrico y cuándo hay que mirar con desconfianza pretendidos derroteros hacia la felicidad.

 

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