Depresión y sus causas II
Ya en los
años cuarenta del siglo pasado se observaba que lactantes que debían ser
internados en centros clínicos para el tratamiento de alguna enfermedad, obligados
como estaban en ese lapso a estar alejados de sus madres, exhibían lo que se
denominó entonces hospitalismo o depresión anaclítica. Se perseveraba de esta
manera en explicar el origen de la depresión mediante el asunto freudiano de la
pérdida del objeto.
Dejó de
insistirse, sin embargo, en la lógica de la economía libidinal, es decir, en la
necesidad de dirigir la libido a un objeto, o redirigirla a otro una vez se
liberase del anterior; que era consecuencia del modo en que la teoría
psicoanalítica remitía a la primera ley de la termodinámica, o sea, al
principio de conservación de la energía. Freud aparentemente olvidaba, en esa
referencia, que conservación no sólo dice relación con la indestructibilidad de
la energía, sino también con su capacidad de transformación a otra forma de
movimiento. Arista que sí sería considerada en la elaboración ulterior de su
concepto sobre los mecanismos de defensa.
Explicar el
fenómeno de la depresión mediante la abstracción de la pérdida, por otra parte,
debe haber conducido a cierta impotencia teórica, puesto que quién de nosotros
no ha sufrido pérdidas de todo tipo, incluso cuando en apariencia hemos ganado:
cuando nos casamos, por ejemplo, perdemos la soltería; cuando compramos un auto
dejamos atrás nuestra condición de peatones, libres de tener que adquirir
seguros, de hacer revisiones técnicas y de visitar talleres mecánicos, aparte
de renunciar al ejercicio de caminar. Y, por el contrario, cuando creemos
perder, ganamos de modo sustancial: al separarnos de una pareja tóxica, por
ejemplo, reconquistamos la confianza en nosotros mismos; al ser despedidos de
un trabajo que nos daba estabilidad, nos podemos ahora dar la posibilidad de
hacer algo que realmente nos satisfaga y estimule, etc.
Un cuarto
de siglo después de la descripción del hospitalismo, un psicólogo
norteamericano, Harry Marlow, investigando el comportamiento de monos, de un
modo que en la actualidad desencadenaría la mayor de las repulsas, demostraba
que existían distintas formas de inducir depresión en ellos, y no exclusivamente
en sujetos bebés. Aparte de observar que el vínculo era plástico -en contraste
con lo que planteaba el reconocido defensor de la teoría del apego, John
Bowlby-, al restablecerse una vez que los monos eran reunidos con sus madres
después de haber sido alejados repentinamente de ellas, Harlow indujo
equivalentes depresivos en monos que eran bruscamente separados de su familia
de origen, círculo al interior del cual se habían convertido en adultos. Siempre
y cuando se los mantuviera en aislamiento individual, ocurría la depresión. No sucedía
así cuando se los aislaba junto a un hermano o junto a otro adulto que incluso
hubiese crecido en una unidad familiar distinta. Concluyendo que la violencia
de la separación, y no necesariamente la interrupción del vínculo era lo que
determinaba la aparición de síntomas anímicos.
Al
experimentar no menos cruelmente que con los pobres macacos Rhesus, casi en
paralelo Martin Seligman exponía a perros a sufrir shocks eléctricos de
los que no podían escapar o interrumpir mediante alguna acción, lo que llevaba
a que los animales dejaran de luchar, para aceptar pasivamente el inesperado
castigo. A este fenómeno Seligman lo denominó learned helplessness (expresión
traducida como: desvalimiento, desamparo, indefensión o desesperanza aprendida),
y lo correlacionó con lo que ocurre en el proceso depresivo en humanos; donde
se observa una iniciación reducida de respuesta, así como también un conjunto
cognitivo negativo, es decir, la dificultad en creer o aprender que las propias
acciones podrán tener éxito al ejecutarse.
Llevando el
agua de la desesperanza aprendida a su molino, Bowlby conjeturaba que el
factor determinante para no sentirse desamparado era la capacidad de hacer y mantener
relaciones afectivas, cuya fortaleza sería atribuida a las experiencias vividas
de modo más o menos estable durante infancia y adolescencia en la familia de
origen. Experiencias que el psicoanalista británico clasificaba de la siguiente
manera: a) la de no haberse establecido una relación estable y segura con los
padres, a pesar de haber realizado esfuerzos repetidos por conseguirla, y que
resulta en un marcado sesgo al interpretar cualquier pérdida sufrida como otro
fracaso en la búsqueda de establecer relaciones afectivas de calidad; b) la de
haber recibido repetidamente el mensaje de cuán poco querible o cuán inadecuado
y/o incompetente se es; c) estas experiencias podrían resultar en el desarrollo
de un modelo de figuras de apego no disponibles, rechazantes o castigadoras. Siempre
que una persona con historia de estas experiencias determinantes sufriera
adversidad, lejos de esperar que los otros estuviesen dispuestos a ofrecerle
apoyo y acogida, aquélla anticiparía que éstos le serían hostiles y que la repelerían.
Exponer a animales a situaciones extremas u observar a niños
pequeños que habían sido alejados de su más importante -sino la única- conexión
con el mundo, situaciones para las cuales no tenían herramientas o salidas
posibles, no parecieron nunca formas conducentes de investigar el proceso
depresivo, considerando que éste no necesariamente es consecuencia de
situaciones estresantes. Así como tampoco el fallecimiento de un padre en la
niñez aumenta la probabilidad de sufrir depresión en la adultez, como fue
sugerido para dar credibilidad a la hipótesis que da un valor desmedido al
apego temprano.
¿Acaso no sabemos de innumerables historias personales en que no sólo se sufrieron pérdidas significativas, sino que además hubo negligencia, abuso y maltrato sistemático durante la niñez, y que no se tradujeron, no obstante, en dificultades para establecer vínculos sanos y ricos, y menos en la aparición de patologías psiquiátricas con mayor incidencia que en aquellos que no comparten historias similares?
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