Marihuana, mal menor


El uso más tolerado de la marihuana y su inicio precoz (en EE. UU. se estima que el 7% de los jóvenes que cursan el equivalente a nuestro 4° medio la consumen a diario) preocupan a muchos padres, quienes no tienen claro qué mensaje trasmitir a sus hijos. Pretendo ofrecer en este artículo algunos elementos de juicio que les permitan nadar más confiadamente en estas aguas, quizá, no tan profundas.

La interrogante más frecuentemente formulada es sobre cuán dañino es su uso, interrogante que no resulta nada fácil responder, puesto que contestarla de modo negativo puede que sea interpretado como la confirmación de que su uso es recomendado.

En salud, sin embargo, lo que debe promoverse son conductas cuyo beneficio para mantener el bienestar de las personas esté probado, ya sea para prevenir la aparición de enfermedades, para impedir complicaciones de las patologías que eventualmente se padezca o para atenuar el impacto que sus secuelas pudiesen ocasionar en la calidad de vida de los afectados. No corresponderá, por tanto, ni a médicos ni a otros profesionales de la salud promover, así como tampoco desaconsejar, cualquier otro comportamiento que no tenga algún similar impacto en la prevención de problemas sanitarios.

Más de doscientos millones de personas consumen marihuana en el mundo. Ésta es, después de la cafeína, el alcohol y la nicotina, la substancia psicoactiva más frecuentemente usada. De los 2.5 millones de personas en EE. UU. que se inician cada año en su consumo, casi el 60% corresponden a menores de 18 años. A pesar de estas cifras, que confirman un hábito más bien cultural, no podemos aseverar, como sí lo hacemos con el alcohol y su asociación con cirrosis hepática, pancreatitis aguda o várices esofágicas, así como también con la asociación entre cigarrillo y cáncer de pulmón o enfermedad pulmonar obstructiva crónica, que exista un vínculo evidente entre el uso de marihuana y alguna enfermedad específica.

Pese a que en las últimas dos décadas han proliferado las investigaciones orientadas a identificar las complicaciones derivadas de su consumo, no ha sido posible determinar de modo concluyente que el uso prolongado de marihuana se asocie con secuelas atribuidas previamente a “fumar hierba”, como: atrofia cerebral, susceptibilidad a experimentar convulsiones, daño cromosómico, defectos congénitos, reactividad inmune anormal, alteraciones en concentraciones de testosterona o desregulación del ciclo menstrual.

Los efectos adversos potencialmente más graves son los causados por la inhalación de los mismos hidrocarburos carcinogénicos presentes en el tabaco convencional, por lo que se presume que los que usan marihuana en grandes dosis podrían estar en riesgo de padecer enfermedad pulmonar obstructiva crónica y cáncer de pulmón.

En cuanto al compromiso que el uso de marihuana pudiese conllevar, existe en la actualidad un amplio consenso en que los déficits en atención, funciones ejecutivas y memoria son evidentes durante la intoxicación con cannabis. Sin embargo, todavía es objeto de debate si acaso persistan efectos cognitivos en los periodos de abstinencia de su uso.

El uso frecuente de cannabis en adolescentes, no así el ocasional, podría estar asociado con déficits cognitivos discretos, pero lo cierto es que muchos de quienes la consumen frecuentemente padecen cuadros psiquiátricos concomitantes que explicarían gran parte de esos déficits. Es probable, por una parte, que la abstinencia de cannabis lleve a cierta recuperación del funcionamiento intelectual; pero el inicio de su uso en la adolescencia, sostenido y por un periodo prolongado, por otra parte, podrían resultar en compromiso que no tienda a recuperarse rápidamente con la abstinencia.

Se cree, al considerar el impacto que el uso de marihuana podría tener en la desregulación en el sistema endocannabinoide, cuya función es crítica en el neurodesarrollo, particularmente, durante la pubertad, que retardar el inicio del uso de marihuana para después de haber cumplido los 18 años tendría claros beneficios potenciales. Ésta, entonces, sería la única recomendación que estaríamos en condiciones de hacer con algún fundamento.

Veamos ahora cuándo puede ofrecer su ayuda el especialista.

Si bien el riesgo de desarrollar dependencia es alrededor de uno de cada diez consumidores de cannabis, no existe evidencia concluyente de que produzca dependencia fisiológica. De hecho, los estudios en animales, a diferencia de lo que ocurre con otras substancias, no muestran siquiera tendencia a la autoadministración de cannabinoides.

Incluso los síntomas de abstinencia, que normalmente justifican la intervención del psiquiatra, aparecen sólo ante la interrupción brusca de dosis altas de cannabis, y se limitan a un aumento moderado de la irritabilidad, inquietud, insomnio y anorexia, aparte de náuseas leves.

Cuando el uso recurrente de marihuana, como de cualquier otra substancia, interfiere con la adecuada satisfacción de las obligaciones laborales, escolares o domésticas, cuando es usada en situaciones de riesgo para la integridad física de quien consume o de terceros,  cuando se persiste en su uso a pesar de acarrear problemas sociales o interpersonales, cuando se ha producido tolerancia (es decir, que no se obtenga el mismo efecto con la dosis habitual o que se requiera mayor dosis para obtener el efecto deseado), cuando se experimenta síntomas con la abstinencia, cuando se han hecho esfuerzos infructuosos por interrumpir su uso, cuando se consume mucho tiempo en obtener, usar o recuperarse de los efectos, cuando se renuncia actividades sociales, ocupacionales o recreativas significativas o cuando el impulso de usarla sea incontenible, sería el momento de plantearse la necesidad de un tratamiento.

No hablaremos todavía de la incipiente investigación sobre los usos terapéuticos de los cannabinoides en desórdenes del espectro autista, en depresión, en trastorno de estrés postraumático, en trastorno obsesivo-compulsivo, en problemas de sueño y en el síndrome de Tourette, pues no son suficientemente concluyentes. Tales investigaciones son la confirmación, no obstante, de que la llamada “guerra contra las drogas” poco a poco ha dejado de ser un obstáculo para el estudio de las substancias “ilegales”, mediante su infundada demonización.

Para finalizar, me gustaría aclarar a quienes eventualmente se hayan interesado en leer estas breves líneas, que no he tenido la intención, ni la tendré en los próximos artículos que publique, de arrogarme autoridad alguna en las materias que vaya desarrollando en este espacio. Por el contrario, mi propósito es exponerles el criterio con que afronto las problemáticas que les pudieran inquietar, tanto como pacientes o como sus cercanos.

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